Qué esperar del nuevo gobierno

El discurso que el nuevo presidente pronunció en el Congreso el pasado sábado 1 de diciembre ha dividido las opiniones de una ya dividida sociedad...

4 de diciembre, 2018

El discurso que el nuevo presidente pronunció en el Congreso el pasado sábado 1 de diciembre ha dividido las opiniones de una ya dividida sociedad. Es digno de una tesis de doctorado estudiar y analizar porqué, para los partidarios del presidente, diga lo que diga, todo es perfecto, y para sus opositores, diga lo que diga, toda está mal. Claro, hay personas que aún conservan la ecuanimidad, pero es notable cómo casi todo el mundo ha caído en una especie de locura colectiva, ya sea el frenesí y el éxtasis (los pro-AMLO) o el pesimismo y el desconcierto (los anti-AMLO). Cada uno de los integrantes de estos dos grupos, en la medida de sus estridencias, son personalmente responsables de la polarización, que no el mismo AMLO, como acusan algunos.

El pasado sábado cada quien vio y escuchó el discurso inaugural que quiso ver y escuchar. Para los partidarios del presidente, no pudo estar mejor; para sus opositores, se trató de un discurso revanchista, lleno de odio, ignorancia y temeridad. La verdad es que el discurso fue, a mi juicio, bueno y efectivo, como discurso. Eso no significa que todo lo que prometió el presidente se hará realidad. Veamos.

Hay un error fundamental entre los pro-AMLO y los anti-AMLO: los primeros creen que los problemas de México se solucionarán y que todo cambiará para bien con el nuevo gobierno; los segundos aseguran que México está herido de muerte y que se convertirá en un infierno. La verdad es que no sucederá ni lo uno ni lo otro. AMLO no es mago como para mejorar el país de la noche a la mañana, ni tiene el poder para destruirlo de un día a otro. El país sigue su curso. A un hipotético viajero del espacio que hubiere visitado México hace unos años y volviera, digamos, en 2020 o 2021, todo le parecería bastante similar. Los problemas de México siguen siendo los mismos, y tomará algún tiempo al nuevo gobierno, al menos tres o cuatro años, para que el ciudadano de a pie empiece a sentir muy ligeras mejorías, si es que las cosas se hacen bien. Lo que es absolutamente cierto es que si uno quiere resultados distintos, tiene que hacer cosas distintas; pensar que se obtendrán resultados distintos haciendo siempre lo mismo es una locura, y por eso perdieron la elección los contrincantes de AMLO. Así que, en ese sentido, me parece que el enfoque del nuevo gobierno es correcto.

El 1 de diciembre llegó a la presidencia un hombre, no un dios ni un iluminado ni un cruzado, como ha sugerido Porfirio Muñoz Ledo (lo que dijo Porfirio inevitablemente me lleva a pensar en “La alegoría de Franco y la cruzada”, del pintor Arturo Reque Meruvia, obra pictórica en la que el Generalísimo aparece como caballero cruzado, con armadura, místico, etéreo, salvador nobilísimo y virtuosísimo de la patria; creo que se pasó don Porfirio con sus palabras, y probablemente también me esté pasando yo con la referencia). No hay hombre que no tenga limitaciones. Sí, llegó un hombre al que yo considero honesto y bienintencionado, pero no sé si eso sea suficiente; creo que no, aunque honestidad y buena intención –no se entendería la una sin la otra– son imprescindibles si queremos de verdad que las cosas cambien. Pero no podemos ignorar que él es sólo un hombre y que está rodeado de gente que tal vez no tenga su rectitud. Es cierto que el ejemplo lo debe dar él (combatir la corrupción como se barren las escaleras: de arriba para abajo), pero eso no garantiza la pulcritud y la probidad de sus funcionarios. Quienes votaron por él y lo apoyan, o sea la enorme base de simpatizantes, lo tienen como ejemplo a pie juntillas y lo idealizan, cosa que no hacen muchos de sus colaboradores, que sólo son obradoristas de los dientes para afuera, es decir, austeros y humildes de a mentiritas. Se puede controvertir que AMLO sea honesto y que no haya cometido actos de corrupción, pero no se puede controvertir una verdad que ya Sócrates y Platón plantearon, y que es una verdad perenne: que alguien cuya mayor aspiración sea la riqueza material está descalificado para gobernar. Parece una verdad de perogrullo, pero es completamente cierto. Todo lo contrario del viejo credo de los políticos priístas, que con cinismo se acuña en esta frase: «un político pobre es un pobre político» (en la práctica, también muchos panistas hicieron suya esta máxima, como lo señaló el mismo Ricardo Anaya en la campaña). Aspirar a la riqueza no es malo; es bueno y es válido, y es honesto. Sin embargo, la función pública se contrapone por naturaleza a la acumulación personal de riqueza, porque se pone en conflicto al interés de Uno con el interés de Todos. Por eso quien tenga como principal meta hacerse rico, no debería gobernar ni ser funcionario público, pues ese interés prevalecerá en todo momento sobre el bien común; y si no me cree usted, revise la historia de México. Platón tenía razón, y AMLO, en este punto, desde luego también la tiene, aunque él mismo no fuera honesto. Sí se vale perseguir la riqueza y acumularla, pero no a partir de una posición en el gobierno ni mucho menos a costa de las arcas públicas, y menos aún existiendo en el país tanta pobreza.

La dolorosa experiencia que los mexicanos hemos vivido y la eterna crisis que nos aqueja se deben a que han llegado a los gobiernos (federal, estatales, municipales) hombres ambiciosos que lo único que les ha interesado ha sido su bienestar personal y la acumulación de riquezas. El gobernante, y más en una república, debe definirse preeminentemente por la austeridad, la sobriedad, la humildad y la frugalidad. Yo sé que esto es incomprensible para muchas personas, pero no deja de ser cierto. Que el presidente Obrador lo haya dicho de manera muy especial en su discurso el sábado, es notable y da esperanza. Dijo también que no protegería a nadie que cometiera actos de corrupción, y que aún sus hijos y su familia tendrían que responder si cometieran algún delito (AMLO sólo responderá por su hijo Jesús, que es menor de edad). Aunque esta parte del discurso moleste a muchas personas, y aunque la hubiera pronunciado López Portillo, Salinas de Gortari o Fox (por mencionar a tres presidentes cuyos familiares abusaron del poder y se hicieron de riquezas), no dejaría de ser verdad. AMLO nos da indicios claros de que lo que dice va en serio: Los Pinos son ahora un centro cultural abierto al público; el avión que compró Calderón y que con tanta pompa usó Peña, está ahora en venta; AMLO ya realizó su primer viaje siendo presidente, y lo hizo en un avión comercial, formándose y esperando turno como cualquier hijo de vecino; sigue usando un Jetta económico; se ha quitado de encima y ha desmantelado al Estado Mayor Presidencial; su esposa no será “Primera Dama”; y un largo etcétera. Sí, ya sé que muchos piensan que eso no quita que uno de sus hijos haya estado en Madrid y haya visitado un hotel de lujo. Y sí, puede que sus familiares no tengan ese espíritu austero, sobrio y humilde, pero eso no es óbice para desvirtuar las buenas señales que está dando, ni tampoco es óbice para sostener que lo que postula AMLO sobre la humildad y la austeridad en el gobierno no sea cierto.

He escrito en varios artículos que el espíritu que alimenta la inercia de nuestro devenir ha alzado la voz, ha reaccionado. La Revolución Mexicana no acabó de completarse, porque en México, hoy por hoy, hay más de 50 millones de pobres, mientras que la mayor parte de la riqueza se concentra en unas cuantas familias. La Revolución Mexicana, a través del espíritu del pueblo, clama justicia. El régimen neoliberal, instaurado en 1982, sepultó al espíritu de la Revolución. Por eso se escindió el PRI y nació el PRD, que a la postre se traicionó a sí mismo y se alió con el PRI y con el PAN, y por eso también se escindió y así nació Morena, que, al menos en el discurso, está aquí para reivindicar al espíritu revolucionario, para instaurar un gobierno con vocación social, un gobierno que sirva al pueblo. Por eso AMLO arrasó el 1 de julio; no sólo él, sino también sus legisladores. El diagnóstico que dio sobre el fracaso del neoliberalismo en el discurso inaugural es cierto. No que todo sea fracaso desde 1982, pero más de 50 millones de pobres son prueba viva y lacerante contra cualquier argumento.

Ahora tenemos una situación inédita en la era democrática: desde 1997 ningún gobierno ha tenido mayoría en el Congreso. En otros países, que el gobierno cuente con mayoría en el cuerpo legislativo es una condición necesaria de gobernabilidad; sin embargo, muchos mexicanos ven este hecho como una catástrofe. ¡Por favor! Por lo mismo, el gobierno de López Obrador tiene una oportunidad de la que nadie ha gozado desde 1997, y por eso no tiene derecho a fallar, como él mismo dijo en el discurso.

También es verdad que México necesita, no uno, sino varios polos de desarrollo en su territorio. La idea de desarrollar la región del Istmo es muy buena; lo mismo el tren maya y la zona franca en la frontera norte. Hay quienes dicen que el tren maya acabará con la selva. Eso no es verdad. Si los alemanes hubieran pensado así, no tendrían la red de trenes que ahora tienen, redes que atraviesan sus espesos bosques (la Selva Negra) y cruzan sus ríos y lagos; y no es que tengan un trenecito: tienen cientos de trenes con la más avanzada tecnología. Si el nuevo gobierno logra que la región del Istmo se convierta en una vía a gran escala para conectar el comercio del Pacífico con el Atlántico, sería maravilloso; sería extraordinario. Los estadounidenses quisieron hacerlo ya una vez, pero no les salió la jugada. ¿Por qué no hacerlo nosotros? Y también hay que construir no un nuevo aeropuerto, sino al menos dos o tres. Y también hay que construir decenas de universidades públicas. Todo eso será dinero bien invertido. No obstante, la cuestión de los recursos sigue en el aire: ¿cómo lo va a conseguir AMLO sin subir impuestos, si a todo esto agregamos los programas sociales que tiene en mente, como las becas a estudiantes y el aumento de la pensión de los adultos mayores? Él dice que erradicando la corrupción. Pero cualquiera sabe que, okay, erradicar la corrupción sería de gran ayuda para sus propósito y sería maravilloso para todos, pero tampoco nos chupamos el dedo, si es que conservamos un mínimo de realismo, que no de pesimismo: es posible disminuir la corrupción, pero es imposible erradicarla; y aún cuando se erradicare, la cuestión de los dineros sigue estando en el aire. Por mucho que brille el sol, no dejan de proyectarse sombras.

El discurso de AMLO, repito, fue efectivo. Exhibió los malos gobiernos que ha sufrido México; los exhibió ante los protagonistas mismos de esos malos y gobiernos, y los exhibió ante el mundo. Y por eso el status quo se ha sentido tan ofendido por el discurso.

La Cuarta Transformación podría ser el cambio más importante de la Historia mexicana, si se hace bien; o podría convertirse en el mayor ridículo, si se hace mal. Como concepto es extraordinario. De ese tamaño se asume AMLO y con esa seriedad y pretensión coge las riendas del gobierno. Pero quedan muchos cabos sueltos. De los cien puntos que enumeró en el Zócalo, todos sabemos que muchos de ellos no los podrá realizar, bien porque de suyo son irrealizables, bien porque seis años no serán suficientes. Yo sugiero a los incondicionales de AMLO que mediten bien y midan con objetividad las expectativas, de lo contrario van a acabar muy frustrados. Los cambios que empezarán a gestarse en esta administración rendirán frutos no en seis años ni en diez, sino al menos en plazos de veinte a cuarenta años. Si las cosas marchan de maravilla, en veinte años podríamos tener un país que ahora mismo ni siquiera nos imaginamos, y entonces sí el hipotético viajero del espacio quedaría gratamente sorprendido. Pero si las cosas marchan muy mal, en cinco años podríamos estar ahogándonos en el caos.

No me va usted a decir que no hacía falta un cambio sustancial (no estoy diciendo que este gobierno lo vaya a ser; pero que hacía falta, hacía falta). Si lo dijeron hasta Anaya y Meade en la campaña. No me diga usted que no había que combatir la corrupción, si lo dijeron hasta Anaya y Meade. No me diga usted que la era democrática que se instauró en México a partir de 1997 no acabó en desilusión y frustración. El propio Anaya lo dijo: el PAN, al llegar al poder, no cambió nada, sino que se priizó. Ahí está la respuesta de la gente: 53% de los votos para López Obrador. Esperemos y deseemos que esta Cuarta Transformación sea de verdad un éxito.

En suma: Si usted es AMLover, tome las cosas con sobriedad y no se haga falsas expectativas, porque puede salir desilusionado. En la medida en que usted sea crítico, en esa medida estará en aptitud de exigir y el gobierno estará en obligación de responder. El hecho de que usted simpatice con AMLO no significa que deba renunciar a la crítica ni que deba rendir sumisión al gobierno. Si usted apoya al presidente, hágalo con la inteligencia, no con el corazón. Por el contrario, si usted es AMLOhater, también tome las cosas con sobriedad y no sea tremendista ni catastrofista. Apostar a que todo salga mal no sólo es malvado; también es estulto. No doble las manos. Si quiere resistir, resista y critique, pero con la inteligencia, no con los intestinos. En la medida que su critica sea más inteligente, fundada e informada, en esa medida será más efectiva. Si no, le aplicarán la de Don Quijote: «Si los perros ladran, Sancho, es señal de que cabalgamos», que aunque es una frase apócrifa, de todos modos se la van a aplicar.

Corolario a propósito del término “chairo” (léalo, pero no se lo tome tan en serio)

Por cierto, ahora los chairos son los opositores del gobierno. La palabra chairo se define por la actitud contestaría y crítica al gobierno. Es decir, un chairo sólo puede entenderse como oposición a la oficialidad. En el momento en que la oposición llega al gobierno, se vuelve status quo, por mucho que diga que no. Y entonces los chairos son todos los nuevos opositores: ahora los chairos son los priístas y los panistas (del PRD ni hablo, porque están cerrando el changarro). Así que si usted se sentía orgulloso de no ser chairo, ahora que está criticando todo al nuevo gobierno permítame decirle que usted se ha convertido en un gran y flamante neochairo, por mucho que le duela. Y si usted era chairo porque apoyó en todo momento a AMLO mientras él encarnaba a la oposición, déjeme decirle que ahora ya no es usted un chairo: usted es un oficialista y un gobiernista, por mucho que le resulte extraño, lo cual, para que usted no se espante, no tiene nada de malo. Es absolutamente normal. Acostúmbrese a las viandas del poder. Bueno, igual y usted no tendría que acostumbrarse a las viandas del poder, menos aún si es usted un simple y modesto simpatizante, porque resulta que el simpatizante de a pie, de uno y otro bando, es al que menos caso le hacen y es el que, en última instancia, menos importa.

 

 

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