MUERTE LIGERA

Vivimos en un estado de emergencia a causa de la COVID-19. De manera paradójica, el caos se ha hecho acompañar de algunos efectos positivos. El...

20 de abril, 2020

Vivimos en un estado de emergencia a causa de la COVID-19. De manera paradójica, el caos se ha hecho acompañar de algunos efectos positivos. El primero y más manifiesto es que la tierra y sus seres vivos no humanos han conseguido el  respiro que la industrialización les había negado por más de una centuria. Observamos escenas que parecen de realismo mágico: osos recorriendo calles en sectores residenciales de la ciudad de Monterrey; pelícanos haciendo de las suyas en el Lago de Chapala, o tortugas tomando por cuenta propia las playas turísticas del sureste. Si nos detenemos a pensar por un instante, ellos tan solo  recuperan algo de lo que nosotros les hemos ido arrebatando. 

En otro orden de ideas, dentro de los efectos positivos que el COVID-19 ha provocado en el pensamiento humano, destaca la respuesta al llamado urgente a la solidaridad.   Pudiéramos decir que el coronavirus nos ha rasado con una misma medida y nos ha enseñado que, después de todo, no somos tan distintos unos de otros. Abre una invitación a la participación ciudadana, a sumarnos a causas más allá de nuestro propio entorno personal, y así contribuir en el alivio de otros, en particular de quienes llevan la parte más pesada: trabajadores de hospitales COVID, sometidos a un estrés mayúsculo en la atención a pacientes, que no se resuelve al terminar la jornada. Salen del recinto hospitalario con el temor de ir a contaminar a sus seres queridos, además de que el camino del hospital a la casa no es el más gentil. La ignorancia sumada al temor, propicia expresiones populares violentas en contra de quienes mantienen la nave a flote.  Ocupaciones sanitarias que en otros países son festejadas y honradas, aquí son muchas veces atacadas. Lamentable que el mundo nos conozca por estas acciones calamitosas.  

Un tercer asunto al cual quiero referirme al hablar de COVID, tiene que ver con nuestra forma de procesar, en el imaginario colectivo, el concepto de muerte. El mexicano ridiculiza la muerte, juega con ella, pero muy en el fondo la teme y hasta la niega.  Puede asimilar que se muera el vecino de enfrente o el abuelo del barrio, pero niega la posibilidad de la propia muerte. De este modo va por la vida desafiando toda lógica, bajo el pensamiento mágico de sentirse inmortal. La pandemia nos ha arrancado toda la parafernalia que se monta alrededor de una persona que muere para maquillar esa realidad. Nos valemos de muy diversos recursos para engañar al entendimiento, tal y como se hacía a finales del siglo 19 y principios del 20 en nuestro país, con la fotografía posmortem. Se presentaba al difunto como si estuviera aún vivo; el fotógrafo solía instalarse en el domicilio del agonizante, e iba tomando providencias para lo que sería, horas después, tal vez la única fotografía que conservaría la familia de quien  su pariente difunto. La fotografía impresa en positivo era costosa, llegando a valer una sola, el equivalente del salario semanal de un obrero manual.

La aparición del COVID-19 ha colocado a la muerte en una posición más razonable.  Indiscutiblemente el no poder acompañar al enfermo grave en sus últimos momentos, y no poder elaborar una fase de la despedida mediante la velación, fractura el proceso de duelo.  Es un arrebato muy doloroso para los deudos. Sin embargo, en el imaginario colectivo nos remite más a los procesos naturales del cosmos: los fenómenos que se vienen dando hasta la fecha, de modo que los humanos podamos existir, ocurrieron sin  prosopopeya. Lo hicieron por inspiración divina, por reacción química o por simple casualidad, pero sucedieron de ese modo, sin anuncio ni pompa. Y siguen ocurriendo hasta la actualidad.

El COVID-19 actúa para modificar todas las mediciones que habíamos establecido a lo largo del tiempo, con apoyo de la ciencia. La expectativa de vida ha aumentado mucho con relación a la de hace cincuenta años, pero ahora, en cuestión de meses, todo se ha trastornado.  Descubrimos que han aumentado las cifras de enfermedades crónico-degenerativas, en parte porque antes, al morir en la adultez temprana, no alcanzaban a desarrollarse, y en parte por el estilo de vida actual. Nuevamente, todo ha cambiado. En nuestro México de los siglos 19 y primera mitad del 20 existió una regionalización en cuanto a edad y causas de los fallecimientos, saliendo en franca desventaja los estados del sur. De acuerdo con cifras del INEGI, la expectativa de vida en México está en la actualidad, entre 73 y 76 años.  Hombres y mujeres viven poco más del doble de años de lo que vivían en 1930. O al menos es lo que las estadísticas nos enseñaban hasta finales del 2019.

Con respecto a la pandemia, tal parece que comenzamos a ver una luz al final del túnel.  Se sugiere que la ciencia médica, a través de protocolos que ha tenido que elaborar en plena contingencia, va sacando conclusiones que enfilan las investigaciones en un sentido distinto a lo que se supuso en un inicio.  Nada hay en concreto aún, pero sí, de alguna manera, respiramos un viento esperanzador. Este parece indicar que, de comprobarse las nuevas hipótesis que postulan grupos de investigadores europeos, la enfermedad llegará a ser más fácil de manejar y con mejor pronóstico.  

Los tiempos que hoy vivimos nos habrán de marcar para siempre.  Hablaremos de ellos como esa sombra que se instala detrás de cada recuerdo, de cada sueño, de cada proyecto de vida.  Eso sí, como hace el hierro ardiente, éste es un tiempo que va dejando en cada uno de nosotros, una lección para toda la vida. Una lección que nos hará recordar que no somos tan distintos unos de otros, y que siempre habrá manera de hacer algo por la humanidad, sin esperar crédito ni agradecimiento alguno. Así aprendemos para que, cuando la muerte llegue –puesto que habrá de llegar—, lo haga como un suspiro que se pierde en el ocaso.

 

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