La otra cara de la guerra

“La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que sí se conocen pero que no se masacran.” (Paul Valéry).

24 de octubre, 2023 La otra cara de la guerra

El pasado 7 de octubre, la organización política islamita Hamás atacó al Estado de Israel por tierra, por mar y por aire. 15 días después el saldo es de 4741 muertos y más de 16 000 heridos. Los términos que se usan para describir la guerra son esos, los nombres de los países, el tipo de ataque, el número de víctimas. Así se resumen 15 días de enfrentamiento.

A veces pareciera que esto está tan normalizado que pareciera un partido de fútbol o un videojuego. Decimos quiénes son los contrincantes y el número de víctimas como si se tratase de un marcador. Evitamos pensar que son seres humanos, personas con caras, con nombres, gente que no está de acuerdo con la guerra, que no la provocó y que no obtiene nada: niños, muchísimos niños, mujeres, hombres que no quieren pelear y sobre la que caen los misiles, a la que le destruyen sus casas, sus lugares de trabajo, sus vidas.

La Franja de Gaza es un pequeño territorio, muy pequeño, mide 51 kilómetros, a lo largo y 12 en su parte más ancha, viven ahí poco menos de dos millones de personas que no pudieron nacer ahí, que no tienen otra opción, que no tienen escapatoria ni por tierra ni por mar. Su país, Palestina, atacó a Israel y éste se defendió con un contraataque digno del mejor ejército del mundo, pero ellos están en medio, dependen de su enemigo pues comparten costas y estos les suministran agua, gas y energía eléctrica, la ayuda humanitaria no puede llegar más que por sus fronteras y eso si se los permiten.

La mayoría de los gazatís no están a favor de la guerra. Tienen miedo todo el tiempo. Todos son pobres, todos han vivido en guerra durante toda su vida, generación tras generación. Son hijos de la guerra, los niños de Gaza no sueñan con ser astronautas ni con conocer el mundo, no reciben regalos en sus cumpleaños  ni van a fiestas, no se divierten, no juegan en ningún equipo, no saben qué es un videojuego o un teléfono inteligente, no han estrenado nunca ropa ni zapatos, no duermen en lindas recamaras. Por supuesto que no saben que tienen derechos, nunca han podido elegir nada, desconocen por completo cómo sería una vida normal fuera de su tierra y de su realidad. Ellos no piensan qué quieren ser de grandes porque siempre han sido grandes porque no conocen otra vida más que la de la guerra, porque sus familias están fragmentadas, porque tienen heridas en el cuerpo, porque sus padres si aún los tienen están discapacitados y no porque fueran soldados, ni siquiera eso porque sus lugares de trabajo sufrieron ataques porque manejaban una ambulancia o ayudaban en centros de refugiados porque les tocó vivir allí.

Y si la mayoría de la población tiene heridas físicas, es un hecho que todos están rotos del alma, que todos necesitan ayuda psicológica, pero para eso no alcanza, no hay tiempo, no hay quien piense en sus miedos, en sus pesadillas nocturnas, porque el ruido cotidiano para ellos son ambulancias y estallidos, porque lo importante es llegar vivos a la noche. Su sueño es poder ir a la escuela, vivir sin miedo, pensar que sus padres llegarán a viejos y casi ninguno cree que vaya a ser así. Conocen el problema, saben que nacieron en un territorio rodeado por el conflicto y que no hay opción para ellos, no hay tiempo para nada más; trabajan como adultos, no juegan, no pueden permitirse sentirse confundidos, atravesar por la edad de la punzada, culpar su mal carácter a los cambios hormonales propios de la edad, para ellos no hay esos permisos. Tienen el alma rota y no conocen otra realidad que la guerra, que la destrucción, que los escombros, que comer comida de latas que mandan otros países, y que nunca es suficiente que aguantarse el dolor porque no hay medicinas, que vivir un día a la vez  por algo que ellos no provocaron. 

Nadie los va a reconocer. No hay medallas ni homenajes. Ellos son la carne de cañón de los gobiernos que se declaran la guerra y de los líderes que toman decisiones cuando ellos y sus familias están a salvo. Nadie piensa en los niños –hijos de la guerra– ni en sus padres, que a su vez lo fueron también y que hubiesen querido otro destino.

Y todavía hay algo más triste. Estos niños, si sobreviven, si llegan a ser adultos, serán padres y madres de nuevos niños hijos de la guerra que seguramente verán la guerra como algo normal y muy posiblemente participen en ella. Sus almas estarán llenas de dolor de odio y de rencor cuando lleguen a la edad adulta. Solo pensarán en una sola cosa: venganza.

Tal vez si empezáramos a llamar a las cosas por su nombre, cambiaría nuestra percepción, no es guerra: es genocidio; no son ataques: son masacres; no son objetivos: son hogares, escuelas, hospitales; no son víctimas: son personas inocentes muertas; no son líderes: son asesinos; no son heridos: son amputados, discapacitados de por vida; no son frentes: son soldados que envían a matar a personas que no les han hecho nada.

Tal vez hablemos diferentes idiomas y entre nosotros no nos entendamos, tal vez creernos en dioses distintos, pero por debajo del color de la piel, nuestra sangre es idéntica, compartimos el mismo ADN y lo que le duele a un niño, a unos padres, nos debería doler a todos.

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