¿Futuros Capos o sicarios?

El tema del narcotráfico no es algo nuevo en nuestro país. Hay todavía cosas de las que no se habla, tanto que tienen un mayor impacto en la sociedad. Uno… El tema del narcotráfico no es algo...

5 de mayo, 2015

El tema del narcotráfico no es algo nuevo en nuestro país. Hay todavía cosas de las que no se habla, tanto que tienen un mayor impacto en la sociedad. Uno…

El tema del narcotráfico no es algo nuevo en nuestro país. Hay todavía cosas de las que no se habla, tanto que tienen un mayor impacto en la sociedad. Uno de ellos son las comunidades campesinas, destacándose la participación de los niños que viven en estas zonas marginadas, quienes están expuestos a servir a los capos a fin de obtener beneficios y “salir adelante”. Siempre se habla del narcotráfico, pero, ¿cuándo nos hemos puesto a pensar en los niños que trabajan para éstas organizaciones?

Creciendo entre la maleza

Hoy, Julián (a quién le llamamos así para proteger su identidad) es un chico de 21 años. En su cara se puede ver la dureza de la vida, que a su corta edad conoce lo peor de ella. Es el segundo de cinco hijos en el matrimonio de sus padres. Recuerda que desde niño ha sufrido por falta de recursos y sólo pudo estudiar hasta la primaria. Para poder estudiar más tenía que viajar una hora o caminar hasta dos o tres horas por entre la sierra del estado de Michoacán, lo que implicaba más gasto para sus padres y menos comida para sus hermanos.

Recuerda que de niño le encantaba disfrutar de la compañía de su hermano mayor, con quien coreaba los corridos que escuchaba la mayoría en la región y que además era su cómplice en juegos entre la sierra y los cultivos de maíz de su padre. Desde muy pequeños tuvieron que ayudar para poder incrementar el poco dinero para sobrevivir. Como es de esperarse, lo hicieron crecer desde muy temprana edad; se tenía que hacer responsable de duras tareas para apoyar a su padre; pronto tenía que dejar de jugar, pues era una “pérdida de tiempo”. Ahora tenía que ser un hombre más en la casa.

Cuando se le ocurría hacer travesuras con sus hermanos la felicidad les duraba poco, porque en menos de lo que canta un gallo salía su madre con el lazo que tenía más próximo y con toda la fuerza lo dirigía a la espalda para castigarlo por lo que había hecho. Pero el castigo no terminaba ahí, al enterarse el padre recibía una golpiza de nueva cuenta y había más labores para el día siguiente. Cuenta Julián que eso lo marcó mucho, porque tuvo que crecer y dejar los juegos “pa’ luego”.

Su hermano mayor emigró a Estados Unidos en busca del “sueño americano”. Su padre enfermó, murió y él tuvo que tomar el papel del hombre de la casa a los 14 años. Tenía que ir a sembrar al campo, recolectar, vender y llevar lo necesario a casa para mantener a su madre y sus hermanos; poco a poco el hambre era mayor, la necesidad crecía y el trabajo escaseaba.

Por la zona se empezaba a saber de unos vándalos que habían llegado de Morelia. Los desalmados que se robaban a las chicas, pedían cuotas a los ganaderos y a los productores, se la pasaban extorsionando a quien se les ponía enfrente. Se emborrachaban y viajaban siempre en “camionetotas”, portaban armas, algunos tenían grandes cadenas, no vestían como toda la gente, traían tenis de los buenos –recuerda. La violencia y la carencia se empezaron a apoderar de los pobladores, si demandaban eran asesinados entre ráfagas de armas. El temor era sembrado por un grupo de criminales sangrientos llamados “Zetas”, quienes habían llegado al lugar para apoderarse del territorio, llevándose todo a su paso.

Julián decidió sumarse al grupo de los Zetas, orillado por la necesidad de tener un poco más de dinero para su familia. “Quería vestir bien, comer bien, andar en las camionetas y cantar los corridos”, es así como describe su deseo para ingresar a las filas de los “poderosos”.

Cuenta que para irse ganando los primeros pesos, tenía que andar vigilando, era “halcón” o también llamado “puntero”. Se la pasaba en la plaza, sólo observaba y se memorizaba los movimientos de cada uno de los policías y hasta de los militares. Avisaba de cualquier movimiento raro para alertar a su jefe. Esto parecía fácil, pues ¿quién podría desconfiar de un niño que sólo se la pasaba solitario por el centro? A la vista parecía un indefenso chaval y nada más.

Recuerda que a los punteros es a los que más se les maltrata y los que en la cadena del narco están hasta abajo; sólo son los informantes. Los encargados de avisar cualquier movimiento en el pueblo, quién entra, quién sale y si hay extraños, pero a la primera que fallen se les trata de lo peor “Nos golpean hasta que se cansan y hasta que entiendes que no puede volver a pasar, y a veces sientes que ya no habrá una oportunidad más, no puedes llorar o eres un maricón”. Julián dice estas palabras, él está sentado frente a mí, pero sus ojos tocan aquel recuerdo que debe ser muy doloroso, pues la voz se entrecorta, los ojos se llenan de lágrimas, a pesar de que parece que ya no puede sacar una lágrima más. Un lapso de silencio invade la fría habitación.

Recuerda que en algunas ocasiones rondaban las escuelas en camionetas de lujo, ofrecían regalos a las menores y a base de seducción y engaños las poseían, las secuestraban, en algunas ocasiones luego de pasar muchos días rondando las escuelas. Los fines de semana elegían a las mejores chicas, a las más bonitas y las invitaban a fiestas, las subían a las camionetas. Los punteros cuidaban en la calle por si pasaban los policías o los militares; las drogaban, las violaban y en algún momento de la fiesta los punteros eran requeridos. Los obligaban a drogarse y consumían alcohol para más tarde poseer a las jovencitas, las desaparecían hasta por tres días, luego las abandonaban en la calle.

Cuenta Julián que había ocasiones en las que se metían a la escuela y se robaban a las menores a punta de pistola, y a los primeros padres que quisieron hacer la denuncia fueron asesinados a balazos. Así se ganaron el “respeto” de los otros pobladores quienes ante tantas atrocidades permanecían callados; era lo mejor "o se los cargaba la chingada”.

En estas fiestas fue como Julián empezó a drogarse y a consumir alcohol. Luego llegaron otro tipo de trabajos, le dieron una pistola, ya no sólo se encargaba de dar algunos avisos, empezó a extorsionar, se encargaba de ir a cobrar el dinero o la famosa “renta”, o ir a levantar a alguien que se había pasado de abusado o que simplemente no quería cooperar.

“El primer jalón del gatillo cuando matas a alguien es el más difícil. Algo me decía que no lo hiciera, habíamos levantado a un cabrón que se quiso pasar de listo y no quería entrarle, pero había hablado de más. El jefe dio la instrucción de pasar por él y darle una vuelta. Ya después que valiera madres, era mi turno y esa noche tenía que demostrar que era valiente. Jalé el gatillo directo a la cabeza, era él o yo, así me hicieron hombre”.

Es así como Julián recuerda su primera vez, jalando el gatillo de un arma, que para la edad de 16 años ya era un sicario. Por unos dos mil o tres mil pesos hacían los trabajos que les encargaban. Mientras cuenta el primer jalón del gatillo, se asoma esa desesperación del momento. Hasta las manos se le tensan al recordar el hecho; su frente empieza a sudar frío, sale la segunda lágrima de sus ojos.

“Luego llegaron a la zona un grupo contrario a los Zetas, llegaron con fuerza y protegidos por la gente a la que habíamos hecho daño, nos agarraban desprevenidos, corrió mucha sangre en el estado, se morían muchos amigos, unos se fueron con LFM pa’ salvarse; otros huyeron del estado. Yo me quedé”.

Menciona que de volver el tiempo atrás, jamás se hubiera metido en esas cosas del diablo. Ganó un poco de dinero, pero no pudo disfrutarlo con su madre y sus hermanos. De quienes sólo viven en México él y dos más chicos; los otros se fueron para Estados Unidos y no sabe nada de ellos.

Hasta el día de hoy, Julián no sale a la calle por temor a que la gente busque venganza y lo maten. Cuando llega a salir es sólo a la tienda más cercana y se regresa a casa tan rápido como se puede. Se la pasa el día entero dentro de la casa, casi no come, tiene los nervios a flor de piel y cuando llega la noche llega de nuevo el martirio, no puede dormir hasta que el cansancio lo vence. Algunas veces sueña que llegan por él, llega a sus sueños ese primer jalón del gatillo, pero el que está enfrente es él mismo.

Detrás de ese rostro fuerte, aparentando más edad de la que realmente tiene, esa voz quebrantada por revivir el pasado, se puede entrever el miedo en el que vive. En su mirada de arrepentimiento también muestra a ese niño que podía jugar con sus hermanos y que a pesar de ser pobre, podía vivir tranquilo. Se refleja ese niño que ha quedado encarcelado por la dureza de la vida que le ha tocado vivir y que tuvo que madurar más temprano que cualquier otro infante, es sólo uno más de los miles que han crecido entre la maldad, tachados por una sociedad a la que poco le interesan los niños y su futuro, marginándolos y mostrándoles que lo más importante en esta vida es el dinero y lo material.

Lo más triste y preocupante es que historias como la de Julián hay muchas en el país. Hay algunas que tal vez se le asemejan, pero hay otras tantas que terminaron ya sea en muerte, en tutelares, en niños con problemas de alcoholismo y drogadicción o peor aún, la historia simplemente no ha terminado y esos niños siguen dentro de la delincuencia, reclutando a otros menores, repitiendo y heredando esos estilos de vida.

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