1. Una incursión al más yang de los yang

Las Vegas – La ocasión lo ameritaba: no todos cumplen 40 años de relación matrimonial ininterrumpida. Las Vegas – La ocasión lo ameritaba: no todos cumplen 40 años de relación matrimonial ininterrumpida. Había que buscar un lugar...

18 de agosto, 2015
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Las Vegas – La ocasión lo ameritaba: no todos cumplen 40 años de relación matrimonial ininterrumpida.

Las Vegas – La ocasión lo ameritaba: no todos cumplen 40 años de relación matrimonial ininterrumpida. Había que buscar un lugar para tal ocasión y a una de mis hijas se le ocurrió festejarlo nada menos que en Las Vegas, lugar que yo no conocía ni me interesaba conocer.

“No se me ha perdido nada en Las Vegas” solía yo decir. Nunca me ha gustado el juego (ningún juego) y no me atraen mayormente los espectáculos, menos aún los gringos. Por todos los motivos prefiero viajar a lugares con culturas diferentes y novedosas que a un paraíso de plástico y abalorios con los peligros mortíferos de los juego de azar, que siempre he temido. Agreguemos el indispensable referente de que allí vivía Michael Corleone.

Pero ¿quién puede desdeñar el acuerdo de cinco hijos que con gusto y entusiasmo quieren homenajear el cuarentésimo aniversario de la fundación de la familia en que han nacido? Hacia Las Vegas nos dirigimos, yo sin saber qué habría de encontrar.

La sorpresa —agradabilísima— me confrontó a mis prejuicios e ignorancia. Las Vegas me deslumbró. Me admiró. Me hizo sentir un profundo respeto por la creatividad humana, por la rotunda realidad de una realización empresarial gigantesca, por la ingeniosidad de personas que supieron cómo sacar tanto de un desierto, por la calidad y elegancia, grandeza y grandiosidad de mucho de lo que ofrece.

Las Vegas epitomiza la más mundana mundanidad del mundo mundano: el mayor yang, el poder externo del dinero, la soberbia extravagancia, el exceso en todo, la más externa externalidad del mundo externo y del lado izquierdo del cerebro. El mundo del juego, el que se centra en la realidad eminente de la riqueza material, ése que transporta en Rolls Royce a los huéspedes de los más suntuosos hoteles del mundo. Es difícil concebir algo más yang que Las Vegas, e incluyo en la canasta a Wall Street, la City de Londres, los petroleros árabes, los industriales chinos y los líderes sindicales mexicanos.

No vi a una mujer que se ha hecho cirugía plástica para hacerse clon de Marilyn Monroe pero sí vi en un solo día a tres alter egos de Elvis Presley: uno conducía un Cadillac 1955 convertible, color de rosa y con cláxon de música nupcial porque transportaba novios desde su hotel a la pequeña capilla de bodas; el segundo entonaba canciones de Elvis con karaoke mientras ayudaba a casar novios o a recibir sus renovados votos matrimoniales; y el tercer clon de Elvis, un crooner con voz propia, bien entonado, y ágil con los peculiares movimientos de la pelvis que caracterizaron al Rey. Los tres nos ayudaron a una significativa y divertida ceremonia de renovación de votos, en compañía de los hijos biológicos y de los nuevos hijos que han ingresado a la familia.

Yo esperaba, dentro de mis prejuicios, un Las Vegas de pastel: la Gran Pirámide de Egipto (un hotel incapaz de tener habitaciones que miren afuera), una minitorre Eiffel junto a un viaducto, montada como a horcajadas sobre edificios y sin panorama ni perspectiva, un Caesar’s Palace de repostería romanesca de plástico. Sin embargo no estaba preparado para ver allí una excelente, exacta reproducción del David de Miguel Ángel en el mismo mármol de Carrara del original; o los magníficos corredores abovedados del Venetian, en cuyos canales y góndolas es de día a todas horas.

Tampoco esperaba que el Bellagio (famoso por el secretario de Finanzas del Peje, que perdía allí millones sin que AMLO se enterara) fuera de tan excelente calidad, con inmensos detalles de cuarzo de Brasil, mosaicos finísimos en los pisos, y galerías techadas de fierro y vidrio de magnífica factura, reminiscentes del Grand Palais de Paris. Menos esperaba que en dos hoteles —el Wynn y el Encore— absolutamente todo es de primera categoría, depurado diseño, grandiosidad y hasta elegancia. La calidad de los detalles en todo y por todas partes es sobrecogedora. Y vaya restaurantes, albercas, cascadas. Y qué casinos. Aquí se rompen todos los estándares de calidad. Estamos ante el no va más.

Y si hablamos de no va más, sólo vi dos espectáculos. Pero qué espectáculos.

Michael Jackson nunca ha sido santo de mi devoción. Lo vi en México en el estadio Azteca y no me entusiasmó pero sé reconocer la calidad de la música y el talento con que está hecha, aunque no me agrade la tonada. Pero verlo en holograma como si estuviera vivo, alternando con los demás músicos y bailarines en un escenario lleno de efectos y de genialidades, acrobacias con leds y efectos de colores y todo el mérito del Cirque du Soleil, es para dejar turulato a cualquiera.

Pensaba entonces cómo todo lo presentado en ese notable escenario, o en el ballet acuático acrobático Le Rêve, El Sueño (también del Cirque du Soleil), para el que según el megamagnate Steve Wynn invirtieron 100 millones de dólares, son cosas inventadas no por un gobierno o un burócrata sino por gente talentosa e imaginativa que trabaja en este gran país que sigue siendo (a pesar de sus gobiernos, a pesar de sus políticos y de su establishment, a pesar de sus demagogos, a pesar de sus policías salvajes, a pesar del fraude que han hecho con su moneda y su sistema financiero) un país de oportunidades. Un lugar donde sueños como Walt Disney World, los espectáculos teatrales de Broadway, o Las Vegas, pueden ser realidad.

Admiro profundamente al Estados Unidos de siempre, ese espacio de libertad individual que inventó a un país basado en la persona y en su dignidad, y que sirvió como refugio a los perseguidos de las guerras religiosas de Europa, el que dio cobijo a los inmigrantes irlandeses que no querían vivir en hambrunas, el que se abrió al mundo y dispuso sus tierras para todo aquel que quisiera trabajarlas. Admiro y aprecio al espacio que permite florecer a genios como Nikola Tesla, Steve Jobs, John Williams o Steven Spielberg. Detesto al sistema que hizo la Federal Reserve y que inventó cómo arrebatar a la gente el fruto de su trabajo con el impuesto sobre la renta; detesto cuanto prohijó a gente como Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y Richard Nixon, y hoy a Hillary Clinton o Donald Trump.

El yang es admirable, y Las Vegas es uno de los más deslumbrantes y admirables lugares que he conocido en mi no corto andar por este mundo. Sin embargo, por más maravilloso que sea, hay que equilibrar un poco. Acudiré ahora al yin: al cerebro derecho, al más femenino, a la delicadeza y el silencio, a la paz sin tumultos y sin el imperio omnímodo del dinero. Seguiré festejando 40 años en otros paisajes. En un lugar conocidísimo y entrañable —la ciudad cántabra de Santander— y en dos que me son casi desconocidos: la verde Irlanda, la de carácter amable, lana tosca y suprema literatura; y un lugar adonde jamás he viajado: Portugal.

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