La novela de formación

«A falta de sol, se aprende a madurar en el hielo» Henry Michaux «A falta de sol, se aprende a madurar en el hielo»Henry Michaux Después del terremoto que devastó una parte de la ciudad de México...

18 de septiembre, 2015
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«A falta de sol, se aprende a madurar en el hielo» Henry Michaux

«A falta de sol, se aprende a madurar en el hielo»
Henry Michaux

Después del terremoto que devastó una parte de la ciudad de México en 1985, mi vida dio un giro brusco e inesperado. El terremoto fue, por ponerlo de algún modo, el pretexto para que mi madre, de espíritu profundamente nómada, decidiera nuestra próxima mudanza. Esa vez nos trasladamos al puerto de Tuxpan, al norte de Veracruz, donde planeba hacerse cargo de un edificio y un viejo cine que habían sido de mi abuelo. A mi llegada tenía catorce años y mis únicos amigos eran mis vecinos, algo mayores que yo, con un padre ganadero y gallero, mundos que me eran completamente ajenos, y que más tarde, al casarse dos de ellos con mis dos hermanas, se convirtieron en mi familia. Las calles de la colonia Rodríguez-Cano, donde vivíamos, todavía no se pavimentaban, la vida se hacía en torno a una miscelánea (la tiendita de doña Meche) y conocíamos a muchas personas en la colonia y en toda la ciudad. Frente a nuestra casa, cada tarde, atracaban dos o tres barcos camaroneros. Ahora todo está pavimentado, el muelle donde atracaban los barcos ya no existe y, a la mayoría de la gente de la ciudad, no la conozco. Lo primero, al llegar, para recuperar el año escolar, fue inscribirme en el Instituto Nacional de Educación para los Adultos (INEA). Cada tarde, junto a un grupo de estudiantes mayores que provenían de rancherías aledañas y que también trataban de terminar la secundaria, me sentaba en una rústica mesa de madera, con un refrescos de piña Squeeze y unas galletas saladas Gamesa, a leer unos libros de texto de pésima calidad. No había profesores, sino una especie de consejeros escolares o todólogos que tenían la misión de aclarar nuestras dudas y que, la mayoría de las veces, sólo las enturbiaban. A los quince años entré en un colegio privado y me hice de un puñado de buenos amigos (de los mejores que he tenido a lo largo de mi vida). Mis amigos y yo bebíamos como cosacos, dos o tres veces por semana. Por esa misma época el hermano menor de mi madre me encomendó la tarea de administrar su rancho ganadero, del cuál mi madre poseía una pequeña parte, y mi vida empezó a girar alrededor del trabajo, la escuela y mi manera desenfrenada de beber (a las cervezas algunas veces añadíamos ron Richardson que, según las malas lenguas, podía cegarte si lo bebías en exceso, así que cuidadosamente lo diluíamos con refrescos de cola o de sabores). Así, ingresé en el bachillerato y deambulé por dos o tres escuelas más; algunas, vespertinas, para poder trabajar por las mañanas. Era privilegiado. Nada podía hacerme más feliz que el rancho, un trabajo cargado de experiencias; además de que mi tío me pagaba más dinero del que podía gastar.  

Resulta curioso que, de todos los recuerdos de aquella época, tan agitada y confusa, los primeros que soy capaz de evocar, son los de aquellas noches que empezaba a beber con mis amigos a orillas del río y que terminaba amaneciéndome frente a un depósito de cerveza Carta Blanca, en compañía de mis vecinos. Cuando pienso en esas madrugadas, vuelvo a experimentar las mismas sensaciones de aquel entonces. Mareado y adormecido; con la impresión de estar muy lejos de todo y experimentando una sensación de paz que, conforme avanzaba la madrugada, se convertía en una disimulada angustia.

También es curioso que en ese tiempo me diera por leer, tumbado en las escaleras del Colegio Patria, algunas de mis primeras novelas de formación y que, en medio de mi trabajo, mis borracheras y el arte marcial que empecé a practicar, me haya dado por leer todos los libros de la biblioteca de mi madre, libros que sólo mi hermana mayor, lectora compulsiva, y mi madre, habían leído alguna vez.

Aunque debo aclarar que en Tuxpan también me aficioné a leer Condorito y que en el rancho, con los jornaleros, leía ejemplares de El libro vaquero; historietas de tipo western, ilustradas, que no podías dejar.

El tema de la novela de formación es el desarrollo de la vida de un individuo con rumbo a su autorrealización. En otras palabras, es la transición del protagonista hacia la madurez. El personaje, luego de cometer errores, aprende de ellos, corrije lo que puede y, luego de atravesar por diversas etapas, empieza a conocerse mejor a sí mismo. ¿No es ésa la historia de todos nosotros?

Fue en Alemania donde se utilizó por primera vez el término Bildungsroman (novela de formación o de educación), aunque algunas obras del Renacimiento, dentro del género picaresco, ya tenían características de este tipo. El lazarillo de Tormes, es un ejemplo de lo anterior.

Para muchos, la primera novela de este género es Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (publicada en 1795), de Goethe. En México hay una novela de la época de la Independencia, que leí durante una de las tantas crisis asmáticas que padecí, titulada: El Periquillo Sarniento, de Fernández de Lizardi, que para muchos es algo así como el Don Quijote mexicano. En todo caso, es una novela notable y muy divertida, con muchos elementos de la novela de formación.   

Pero fueron las novelas de Hermann Hesse (Premio Nobel de literatura, 1946) las primeras obras de este género, propiamente, las primeras que leí: Peter Camenzind, Demian, Siddhartha, Bajo las ruedas, Narciso y Goldmundo. Casi toda la obra del huraño escritor alemán (nacionalizado suizo), Hesse, suelen centrarse en el desarrollo del individuo frente a la sociedad, en medio de una incesante búsqueda de su propia identidad.

En estas historias, la formación del protagonista suele darse después de una revisión retrospectiva que hace a partir de los errores que cometió durante el período en el que, buscando conocerse mejor a sí mismo, torció o equivocó el camino.

Dada su naturaleza, este tipo de obra suele tener una estructura circular.

Quizá una de las novelas que más me han marcado, y que leí algunos años después, al terminar mis estudios de posgrado, sea Hambre, del escritor noruego Knut Hamsun. Se trata de una novela de artista, que para algunos es algo así como un subgénero de la novela de formación. La historia se trata de un escritor que, persiguiendo la perfección artística y negándose a ejecutar otros trabajos que no estén relacionados con la escritura, vagabundea día y noche por Christiana (Oslo) muriéndose, literalmente, de hambre. Clara metáfora del hambre artística que siente alguna vez todo creador.

Quisiera no haber vivido muchas cosas en aquella época. Haber bebido menos, haberle dado menos dolores de cabeza a mi madre. Pero visto en retrospectiva, volvería a vivirlo todo, sin cambiar nada, tal como le ocurre al protagonista, Ivan, en la brillante novela de Ouspensky, La extraña vida de Ivan Osokin. Una historia que es como un espejo y que muestra un proceso circular en la vida del protagonista, que recuerda al Eterno retorno de Nietzche. Según Ouspensky, si viviéramos una y otra vez las mismas experiencias, reaccionaríamos siempre de la misma manera. A menos de que despertáramos (despertar la consciencia) y nos diéramos cuenta de que, a pesar de que tuviéramos que vivir lo mismo una y otra vez, podríamos vivirlo de otra manera (experimentar lo mismo con una actitud distinta).

Lo anterior, me hace suponer que la vida consiste en vivir cada etapa con lo que se tiene, pero también con lo que no se tiene. Para Nietzche hacía falta vivirla con estoicismo, pero creo que Ouspensky, de manera más sencilla, va todavía más lejos.   

Siempre he pensado que hay libros que deben leerse en una época determinada, y las novelas de formación son algunas de ellas, aunque la mayoría de éstas las leí más tarde, de lo cual no me arrepiento: El guardián entre el centeno, de Salinger; El retrato del artista adolescente, de Joyce; La Montaña Mágica, de Mann; En busca del tiempo perdido, de Proust ; La edad de la punzada, de Xavier Velasco (escritor mexicano contemporáneo); Juventud, de J.M. Coetzee; y una novela que es muy diferente a todas las anteriores y cuyo personaje es un antihéroe: Malebolge, de Pablo Soler Frost, un extraordinario escritor de culto, discreto y de altos vuelos. 

Al final, como escribió Schwanitz, la literatura no es otra cosa que el arte de escribir la historia en forma de vivencias y experiencias personales que se cristalicen en determinados personajes literarios.

Mi madre me decía que no es necesario andar buscando siempre la literatura en los libros, ya que la literatura está en la vida misma. «Si pasas todo tu tiempo en los libros, corres el riesgo de perderte la vida».

Fotografía: Hermann Hesse

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