Castillejas Felizola

Carlos Castillejas quería hacerle una mala pasada a su compadre Félix Felizola. Quería hacerlo beber una botella de tequila, pero sin ninguna de las botanas...

5 de noviembre, 2019

Carlos Castillejas quería hacerle una mala pasada a su compadre Félix Felizola. Quería hacerlo beber una botella de tequila, pero sin ninguna de las botanas que acostumbraban comer mientras bebían. Esto porque a pesar que era el mismo Félix el que lo sonsacaba para tomar en el patio de su casa, nada más se tomaba tres copas y luego se comía el pollo rostizado, los chicharrones, el chorizo o la carne asada… La última vez que lo había invitado, apenas dos domingos antes, luego de sus tres tragos para despistar, se acabó el pollo y, muy patán, le dijo a Castillejas:

―¡Compadre, a mí ya me dio sueño; si gusta se puede quedar en el patio, yo me meto en el cuarto a dormir!

Así lo hizo y Carlos lo tomó muy a mal y junto con otro amigo que los acompañaba, recogió la botella y todo el servicio y se fueron a otro lado.

Feliz Felizola era un hombre sumamente gorrón y burlón, siempre andaba, como quien dice, a la chinga. Era conocido en toda la ciudad como un hablador y ratero, cualquier cosita que miraba mal puesta, él se la afanaba. Muchos años antes había hecho compadre a Carlos Castillejas, y antes, aunque a sus espaldas se burlara y hablara de él, le tenía un poco de respeto. Nunca le hubiera hecho tamañas groserías de mal anfitrión. Ese Félix era hijo de un anciano que en su tiempo fue muy conocido, no tanto por sus tierras y sus muchas vacas, sino por lo pichicato y vil hasta el extremo. Pero ya en la vejez, enfermo e imposibilitado, vendió todos sus animales y algunas propiedades y repartió buenas sumas de dinero a los hijos que vivían en su casa, que eran dos, uno de ellos era el mentado Félix, quien a sus cuarenta años empezó a cargar la cartera repleta de billetes y a fanfarronear… Decía que de ahí en adelante él podía vivir sin trabajar y sin preocuparse de nada. Tiraba la cartera al suelo para que la vieran reluciente de billetes y luego la recogía pero no gastaba ningún peso. Pero eso sí, si lo invitaban cinco veces al día a comer lo hacía con bulla y glotonería. Una noche, con la aprensión de un apretamiento que sentía en el pecho, contó cuántas cocas se había tomado en el transcurso del día. Habían sido trece. Por supuesto, todas de gorra. Ya cuando empezó a arriar dinero, como él decía, empezó a hacerle bromas a su compadre, a difamarlo y a murmurar de su vida con quien quería escucharlo diciendo que era un muerto de hambre.

Carlos Castillejas había tenido su dinero hasta que murió su padre. Se casó y las cosas empezaron a venir a menos. Se mantenía de un negocio de abarrotes en el mercado, pero desde que nació su primer hijo su fortuna empezó a mermar sin ninguna consideración del cielo.

Castillejas no buscaba a Felizola, pero siempre que se reunían se la pasaba bien porque este era de un carácter festivo. Y antes de enterarse de lo mal que hablaba de él, se divertía con los chistes y el relajo que hacía de los otros. Felizola seguido pasaba al mercado para jodérselo con una coca y, si la pegaba, hasta con un plato de comida.

Castillejas, después de que prácticamente lo corrió Felizola, esperaba que lo invitara a tomar otra vez para desquitarse. No tardó. Nada más pasó un domingo cuando el compadre burlón lo invitó. Por pura ocurrencia, por hacer ruido nada más porque él no tomaba, nunca llegó a ser borracho, antes al contrario, tenía un odio recalcitrante con los que gastan su dinero en alcohol. Lo de él eran las botanas y la comida. Pasó, pues, al puesto del mercado y después de su relajo que movía a carcajadas a mandíbula batiente, le dijo:

―¿Compadre, cuándo nos echamos otra botellita de jimador?

―Cuando usted guste… ―le contestó Castillejas, pensando en desquitarse.

―Pues no se diga más: este domingo.

―Ahí estaré, compadre.

―Pero mire, yo pongo la botella, ¿y qué le parece si usted lleva un kilo de carnitas?

Costaba más un kilo de carnitas que una botella de jimador con su fresca y sus hielos, pero así de ventajoso era Felizola. Su compadre, por llevar algún plan para hacerlo sentir mal, aceptó.

Ese domingo Carlos Castillejas cerró más temprano su puesto de abarrotes para estar a las cuatro de la tarde en la casa de Felizola. Llevó el kilo de carnitas y pensaba no bajarlas de su camioneta hasta que se acabaran la botella. Felizola hizo pasar al compadre, y se sentaron a la mesa donde siempre se acomodaban. A pesar que el dueño era un vividor y un mal intencionado, aquel patio transmitía paz y serenidad. Había dos cueramos y un tamarindo que daban buena sombra. El suelo, bien regado y barrido, hacía decir a cualquiera: “Aquí está bueno para un baile.”

Felizola, quien se dio cuenta que el compadre había entrado sin nada en las manos, guardó por un rato recato pero luego no pudo aguantarse más:

―¿Compadre, no trajo el kilo de carnitas?

―Sí, compadre, lo tengo en la camioneta, cuando nos acabemos la botella iré por él ―le dijo Castillejas, empezando a disfrutar de su venganza―. Es que luego que come le da sueño y me deja solo.

Por un momento Castillejas gozó la situación porque veía la inconformidad de su compadre, quien no pasaba de beber su segunda copa.

Pero Felizola ideó algo que le saldría a pedir de boca. Durante la conversación de las primeras copas Carlos le preguntó por su padre. Entonces aquel tuvo la gran idea. El viejo, ya achacoso, vivía en la casa paterna; Felizola, quien tenía la suya en la misma propiedad, se levantó diciéndole a su compadre que el viejo estaba bien y que iría por él para que lo saludara. Fue tan notorio y positivo el cambio de Felizola que Castillejas pensó lo peor.

Felizola entró en el cuarto de su padre y lo encontró sentado en el borde de la cama. Le preguntó que si ya había comido y el viejo le contestó que no. Entonces le dijo que su compadre Carlos había llevado carnitas, que saliera para que siquiera se echara un taco. Y aquel viejo se levantó, se puso una camisa y se calzó sus guaraches y salió al patio y se fue a reunir con ellos. Era un viejo que a Castillejas siempre le inspiró respeto por su cabellera blanca. Porque ese Castillejas era un hombre educado que siempre se dirigía a sus mayores con comedimiento. Y nada, mucho menos la broma que le quería jugar a su compadre, lo haría apartarse de sus principios. El anciano, como si Félix lo hubiera puesto al tanto de su plan, después de unos minutos de platicar, lanzó las palabras que esperaba oír Felizola.

―¿Qué, hoy no tienen ninguna botanita?

―¡Claro, papá! ―contestó de inmediato Felizola―. ¡Ándele, compadre, traiga las carnitas para que mi jefe se eche un taquito!

Carlos Castillejas no tuvo de otra que ir a su camioneta y traerse la bolsa de carnitas con otra bolsa con un kilo de tortillas. Apenas las puso en la mesa, Felizola rompió las bolsas y nada más esperó que su padre agarrara un pedazo con dos tortillas, para empezar a comer ventajosamente, agarraba tres o cinco tortillas en rimero, las aventaba sobre las carnitas, y las recogía con todo lo que su puño podía agarrar. Castillejas, a instancias del viejo canoso, no tuvo de otra que también entrarle a los tacos, pero no le supieron a bueno, antes le daba mucho coraje el cinismo y el descaro de su compadre Felizola. Luego que se acabaron las carnitas, el viejo volvió a su cuarto y los compadres, por idea de Castillejas, se sacaron la mesa y las sillas a la calle. A Félix le cayó bien la idea porque así le sería más fácil terminar la reunión. Él se había comido casi todo el kilo de carnitas y el kilo de tortillas. Comiendo, decía, ya no bebía, pero decidió acompañar un rato más a su compadre tomando puro refresco.

Con unas copas más a Carlos Castillejas se le pasó la jugada ventajosa de su compadre y los dos se pusieron a platicar. Vieron doblar por calle a un anciano alcohólico, conocido por su nombre Abiud, era un borracho que causaba repugnancia a Felizola, este, luego que lo vio, dijo:

―Mira pues, compadre, ahí viene ese viejo borracho, a mí pues por eso no me gusta beber en la calle, porque cualquier ave de mal paso luego se queda. De seguro aquí se va a atorar…

Estas palabras Castillejas las tomó como un pretexto de los que usaba su compadre para retirarse a su cuarto a acostar.

―Déjelo, compadre, trae su bebida ―le dijo, teniendo consideración por aquel viejo porque tenía un parentesco lejano con él.

Abiud llegó a donde estaban los compadres. Ya era la nochecita. Era un viejo que había hecho toda su vida en otras ciudades, pero que había regresado a su tierra para morirse en sus calles de borrachito. Felizola, en un gesto que le sorprendió a Castillejas, le sacó una silla y el viejo se sentó a tomarse una botella de cocacola con alcohol que traía con él.

Abiud hizo una plática muy conocida entre los que alguna vez lo habían oído: de su niñez de sueño y su juventud esplendorosa, de su adultez dedicada al trabajo, de las calles de las ciudades de su recuerdo macerado, del trago que acabó con sus sueños más robustos, de su oficio de bolero con el cual se mantenía, de su cabellera china y azabache libre de canas, del buen día que soñó a Dios: “…Yo he visto su rostro, solía decir, su rostro como un trono de luz y oro”, de que ese rostro le había señalado el buen camino pero que él torció por el camino equivocado… Estas y otras chácharas platicaba sin lograr la atención de los compadres. Porque mientras él hablaba, los pensamientos de ellos se afanaban en los vericuetos del odio y la maledicencia. Sin embargo, lo disimulaban con otras chácharas que se endilgaban uno con otro:

―Mire compadre a este hombre, el vicio lo ha dominado. Verá que terminará loco y desnudo en las calles. Para allá vas tú, compadre borracho. Ya acabaste con el dinero que te dejó tu padre. Mira nada más que te gusta andar en fiestas, hasta has agarrado la mañita de comprarte sombreros para irte a divertir…

―Compadre, uno nunca sabe los sablazos del destino. Ay, compadre, con un piojo sientes un piojero; con el dinerito que tienes ya te sientes un “don”. Pero ese dinero que presumes no es nada con el dinero que yo he manejado.

―Yo no digo… hay que echarse unas…, compadre, así como tú y yo lo hacemos. Terminarás de perro, ya no has de tardar en pedirme dinero prestado. ¡Mira nada más, cuando te busqué de compadre tenías tu dinero, ahora eres un hombre tirado a la calle! No tardarás en caer. No cabe duda que mi padre tiene razón, hay que cuidar, hijo, hay que cuidar, hijo…

―Pues sí, compadre; hay que trabajar, ya ve a mi padre, en otras ocasiones le he platicado todo lo que llegó a tener…Quieres hacerte de aires de dinero, pero eres un vil, un vil como dicen que fue tu padre. Ay, compadre, yo sí te he matado el hambre.

―Compadre, pues no nos queda de otra que seguir el ejemplo de nuestros viejos, hay que aprender de sus canas y sus arrugas… Ya vas a empezar a hablar de cuando vivía tu padre. Háblame qué tienes ahora, perro muerto de hambre. No tardarás en humillarte ante mí…

Mientras ellos estaban en estas pláticas y murmuraciones, el borracho Abiud se quedó callado, se levantó, se estuvo un rato parado, como en trance; y después de mascullar: “Ya me ganó…”, soltó un pedo que sacó del odio que Felizola y Castillejas disfrazaban con inofensivas palabras. Y luego vieron escurrirle un líquido espeso por debajo de la tela del pantalón.

―Viejo cochino y asqueroso ―gritó Felizola―. ¡Vaya a cagarse a otro lado!

Abiud pudo caminar un pedazo, sin poder evitar que el líquido de su excremento fuera haciendo una rayita en el suelo que hacía escandalizar a Felizola. Pudo doblar la calle, es decir, la barda de la propiedad de los Felizola y desde ahí se oyó otra ventosidad, era lugar oscuro y ahí el viejo pudo hacer sus necesidades.

Mientras tanto, Felizola aprovechó para despedir al compadre. Y vean lo que pasó: Castillejas, que ya estaba borracho, mientras se levantaba tiró su cartera sin darse cuenta. Se le salió de la bolsa de su pantalón. Su compadre vio, pero no dijo nada. Aprovechó un claro de descuido para agarrarla y, mientras metía las sillas, tirarla en lo oscuro del patio. Ya con este suceso apuró más la despedida y acompañó al compadre hasta la portezuela de la camioneta con chistoretes y carcajadas. Antes habían ido a ver al borracho infeliz pero este ya no estaba. En el suelo vieron una nata espesa que brillaba con la luz tenue y mendiga de las esquinas solitarias. Castillejas arrancó su camioneta y se marchó. Mientras tanto Felizola se dirigió a donde había aventado la cartera y la recogió, la abrió y sacó cuatro billetes de doscientos pesos. Muy ufano se dirigió a desaparecer la cartera y las credenciales de su compadre. “La cagada de ese viejo borracho bien que valió la pena”, dijo para sus adentros.

 

Al otro día, antes de amanecer, Castillejas llegó a la casa de Felizola. Por el camino pensó en los ochocientos que traía en su cartera, pero sobre todo en las tarjetas y credenciales que se suelen ponderar. Después de tocar varias veces una puerta de rejas y hasta de echar grito, salió Felizola muy contento. Sonriente, burlón, hablando de episodios pasados que sabía que al compadre le hacían gracia. Pero no le dijo nada de la cartera y ni del borracho cagón. Después de tanta chocarrería que llegó hasta molestar a Castillejas, este le dijo el motivo de su visita:

―¡Mi cartera, compadre! Si la encontró por aquí devuélvame nada más mi credencial y mi tarjeta del banco.

―¡Cómo cree, compadre! Yo no acostumbro a hacer eso… Te la devuelvo pura verga, compadrito pendejo… borracho…

―¡Eh jeee!, compadre rata, ya vi que no me la devolverás. No me explico, compadre, si no se me hubiera caído aquí, se me hubiera caído en mi camioneta.

―Pero aquí no tumbó nada… que yo sepa. ¡Fue el borracho, ese méndigo borracho!… No me conoces nada, compadrito, ¡cuándo cochos te iba a decir: “Sí, aquí está”!, ¡qué pendejo eres, compadre!

―No, no creo que el parientito Abiud tenga algo que ver… Te conozco, compadre. Yo te he visto cómo robas a los huérfanos y a las viudas…

Y estuvieron mucho rato en estas pláticas. Empezó a clarear el día. Felizola nunca le devolvería nada a su compadre. Para quitárselo de encima le dijo que si gustaba él le prestaba lo que necesitara. Castillejas sintió tal proposición como un aguijón de rabia en los lóbulos de sus orejas. Eso era precisamente lo que había pensado en el camino: Será mucho humillarme si le pido cinco mil pesos prestados a mi compadre. Con cinco mil pesos bien podía surtir su puesto. Pero mandó al diablo tal proposición. Le agradeció al compadre y se empezó a salir a la calle. Felizola, siendo la burla misma no dejaba de echar pullas. Una nublazón de pesar pasaba por el rostro de Castillejas. Y aquí viene lo que lo salvó de su tribulación. Por petición de Felizola fue a echarle un vistazo a la cagada del viejo Abiud. Al principio no quería. Desmoralizado como andaba, nada más quería llegar a su casa a hundirse en sus remordimientos. Pero era tanta la bulla y la insistencia del compadre, quien no dejaba de hacer aspavientos y de proferir maldiciones, para que fuera a ver la escatológica retorta, que Castillejas cedió. Dio un paso adelante de Felizola y no vio nada de retorta ni de inmundicia, sino una moneda que con su faz color del alba esperaba al primer afortunado para resplandecer: era una moneda Centenario. La recogió Castillejas ante el silencio de Felizola, quien luego mudó de cara. Porque era sumamente envidioso. Hicieron mil conjeturas. Ninguna les pareció. El mismo Felizola llegó a decir que aquel viejo era de buen agüero porque cagaba monedas de oro. Ningún rastro de inmundicia. Ese día se alivianó Castillejas. Un Centenario, por esos días, valía arriba de treinta mil pesos. El mismo Felizola para probar su buena ley no se resistió a morderlo: “Es oro puro”, dijo.

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