“¡Es que yo vengo de una familia disfuncional!” le dije llorando a mi entonces jefe y amigo. Él se volvió, comenzó a reírse y me dijo: “¿Y quién no? Nada es para tanto”. Y prosiguió: “No me crees ¿verdad? Pues no vamos a trabajar en la tarde, nos dedicaremos exclusivamente a buscar a una familia funcional entre las que conocemos”. Toda esa tarde intenté en vano convencerlo de que no era así, pero terminé convencida de su dicho.
“Nada es para tanto”, esa es la mayor enseñanza que me transmitió mi exjefe durante el tiempo que trabajé para él. A la fecha, cuando me invade el pesimismo, recuerdo aquella frase.
En este mundo lleno de nombres y etiquetas, pensamos que nuestros problemas son únicos, que no tienen solución y que los demás no pueden entendernos; sin embargo, absurdamente creemos que nos comunicamos.
Nunca en la historia de la humanidad hemos tenido más medios de comunicación e irónicamente estamos más aislados. El internet y las redes sociales solo acentúan este fenómeno. Vivimos bajo un mismo techo, trabajamos en un mismo espacio, usamos los adelantos tecnológicos de los medios de comunicación y no nos comunicamos realmente.
Nunca ha habido más prejuicios y diferencias, menos tolerancia y empatía. Desperdiciamos uno de nuestros bienes más preciados: la palabra. Las palabras nos engañan, nos confunden, nos estorban, nos separan, nos destruyen. Oímos, pero no escuchamos; vemos, pero no observamos. Vivimos en un mundo de sordos y ciegos, de inconscientes. Estamos sobrecargados de información, pero difícilmente alguien lee un mensaje, una página completa, o escucha con atención. Y todavía creemos que nos comunicamos.
La vida es una percepción individual en la que cada quién vive una realidad particular en un mismo tiempo y espacio, pero nunca nuestras percepciones habían sido tan mal interpretadas. Además, estamos ante una generación donde todo debe atenuarse, porque todo es ofensivo, hasta la verdad.
Gracias a esta pandemia, hemos “descubierto” que somos los seres más vulnerables. En nuestra soberbia, pensamos que pensamos, pero la pandemia nos ha probado lo contrario, y que ésta no fue una casualidad. Si en verdad pensáramos con conciencia, no destruiríamos el planeta y a nuestros iguales.
Paciencia… solo falta que a consecuencia de unos cuantos “fenómenos naturales”, la sobrepoblación, o estas enfermedades, la Tierra nos borre con un mágico delete.
Todavía estamos a tiempo de reconsiderar. Si hay voluntad, encontraremos el camino. Dejemos de ser una plaga en la Tierra. Seamos verdaderamente racionales, inteligentes y conscientes. Y mientras tanto preguntémonos: ¿Puede haber una familia funcional en un mundo disfuncional?
El caminante de la vida
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